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Alerta feminista ante el aumento de la violencia de género

Por Mónica Tinjacá Amaya *

Las feministas hacemos un llamado a la acción. Cada 25 de noviembre, día internacional de la eliminación de las violencias contra las mujeres, nos juntamos para marchar, denunciar, gritar y también abrazarnos en el marco de una sociedad que nos quiere quitar hasta el derecho a la ternura. Declaramos nuevamente la alerta por los feminicidios y la violencia machista. Este llamado se eleva desde las calles, los barrios, los campos y las montañas; desde los aires y los territorios donde resisten las mujeres que no se rinden. Porque no hay lucha pequeña cuando se trata de defender la vida.

Y en medio de nuestras voces, no olvidamos a las mujeres y niñas víctimas también de violencias basadas en género en Palestina, producto de  la agresión sionista. En el período entre junio y agosto del 2025 las mujeres de Gaza sufrieron los siguientes tipos y proporciones de violencia basada en género: el 3,7% matrimonios forzados, el 5,2% asaltos sexuales, el 25,8% asaltos físicos, el 29,8% abuso emocional y psicológico, y el 35,5% sufrieron de negación de recursos, oportunidades o servicios. Mucha de la violencia fue atribuida a miembros de la familia,  a compañeros íntimos y a grupos armados, entre otros ( Fuente: UNFPA). Tampoco olvidamos a las mujeres y niñas que sufren en Haití, ni a las oprimidas del mundo que enfrentan hambre, guerras y ocupaciones. La solidaridad feminista es también internacionalista: lo que duele a una cuerpa nos duele a todas, y mientras una mujer sea violentada, ninguna será completamente libre.

Hoy exigimos a la Alta Consejería  Presidencial para la Equidad de la Mujer, al Ministerio de Igualdad y Equidad, al Ministerio de Justicia y del Derecho, a la Fiscalía General de la Nación, al Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, a la Policía  Nacional, a la Defensoría del Pueblo, a la Procuraduría General de la Nación, al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), a las entidades territoriales, a las Comisarías de Familia, a la Rama Judicial, a la Corte Constitucional y Corte Suprema de justicia, para que asuman su obligación transversal y vinculante de todo el aparato estatal, desde la prevención hasta la sanción.

Esta alerta feminista no es solo una consigna, es un acto de memoria y esperanza. Nos recuerda que la violencia contra las mujeres no es un problema privado, sino una responsabilidad pública y colectiva. Nos interpela a cambiar las formas en que nos relacionamos, en que educamos, en que amamos y en que exigimos justicia.

Porque las mujeres no queremos sobrevivir: queremos vivir. Queremos amar sin miedo, caminar sin ser observadas, denunciar sin ser culpabilizadas, existir sin ser cuestionadas. Y mientras el Estado no garantice esos derechos, la lucha seguirá siendo necesaria.

Desde La Revoltosa, repetimos con convicción y ternura rebelde: Arriba las que luchan, las que cuidan, las que aman con ética, las que sanan con sororidad, las que no se rinden. Porque, aunque el patriarcado insista, las mujeres seguiremos levantando la voz hasta que la vida sea digna para todas.

En Colombia, el derecho de las mujeres a vivir libres de violencia está reconocido en la Constitución Política de Colombia de 1991, en la Ley 1257 de 2008 y en tratados internacionales que el Estado ha firmado. El Plan Nacional de Desarrollo 2022-2026 reconoció y declaró la emergencia por violencia de género en Colombia, pero las cifras muestran que esas garantías aún son letra muerta.  Según el informe más reciente publicado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la prevalencia de la violencia contra las mujeres, el panorama global sigue siendo profundamente alarmante. El documento manifiesta que una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido agresiones por parte de una pareja o violencia sexual cometida por terceros. Se estima que alrededor de 840 millones de mujeres han vivido episodios de violencia física o sexual dentro de sus relaciones afectivas.
Los casos de acoso y violencia sexual no solo constituyen una vulneración directa de la autonomía y libertad de las mujeres, sino que además se invisibilizan porque persiste el subregistro. La violencia sexual no es un hecho aislado: es el resultado de estructuras patriarcales que naturalizan la cosificación, la coerción y el silenciamiento de las víctimas.

Según el Boletín de comportamiento del delito de violencia intrafamiliar del Ministerio de Justicia de Colombia, durante el primer semestre de 2025 se registraron 50.760 procesos penales por Violencia Intrafamiliar.
De acuerdo con el Observatorio Colombiano de feminicidios de Republicanas populares, entre enero y septiembre de 2025 se registraron 621 feminicidios y 350 feminicidios en grado de tentativa. Esas cifras no son simples números: son nombres, cuerpas, vidas arrebatadas. Son la evidencia de una sociedad que sigue naturalizando la violencia de género como parte de su cotidianidad, tanto en las instituciones como en las relaciones íntimas. Detrás de cada número hay una historia interrumpida, familias que reclaman justicia.

La violencia de género no se limita a las agresiones físicas ni a los feminicidios. Tal como lo reconoce la Ley 1257, adopta múltiples formas: psicológica, sexual, económica y patrimonial. Hoy, además, se manifiesta en modalidades cotidianas ampliamente difundidas; entre ellas, la violencia digital, la difusión no consentida de imágenes íntimas con fines de chantaje y el escarnio público como castigo simbólico, prácticas que se alimentan de la impunidad, la normalización del acoso y la crisis de vínculos de confianza entre las personas.

La violencia emocional hace parte del panorama cotidiano en los relacionamientos, donde el común denominador es la falta de responsabilidad afectiva. Aunque muchos insistan en nombrarla como simple libertad o “honestidad”, es en realidad una maquinaria de dominación profundamente enraizada en nuestra pedagogía de la crueldad. Decir que no se busca nada serio mientras se ocupa el lugar simbólico de una pareja, ese espacio íntimo donde se teje la confianza y se deposita la vulnerabilidad no es inocuo: es un ejercicio de poder que coloca a la otra persona en un estado de disponibilidad emocional sin ofrecer reciprocidad. Y cuando, a la par, se sostiene un coqueteo disperso, multiplicado, casi performático, se reafirma una lógica patriarcal donde el propio deseo se erige como medida de todas las cosas y el deseo del otro queda relegado a un margen incierto. Esa inestabilidad no es azarosa: es parte de un modo de vincularse que despoja, que confunde, que hiere, y que reproduce, en lo íntimo, las mismas asimetrías del patriarcado, que sostienen las violencias más amplias de nuestra vida social.

En el plano sociopolítico, la violencia política se ejerce para silenciar las voces de lideresas y defensoras de derechos humanos, como forma de intimidación y castigo simbólico. Pero también se reproduce desde algunas de las instancias institucionales y la interpretación de las normatividades de manera re-victimizante, sin tener en cuenta el enfoque de género en algunas decisiones. Desde una perspectiva penal y constitucional, el Estado Colombiano es corresponsable de la persistencia de las violencias basadas en género cuando no garantiza condiciones efectivas de prevención, atención y sanción. La ausencia de campañas sostenidas de sensibilización, la falta de capacitación especializada de fiscales, policías, médicos forenses y operadores judiciales y la sobrecarga estructural de los despachos, configuran fallas en el servicio que impactan directamente el acceso a la justicia de las mujeres. Cada vez que un caso queda en la impunidad, no solo se vulnera el derecho individual de la víctima y sus familias, sino que el Estado incumple su obligación de debida diligencia establecida por la Corte Interamericana y reiterada por la jurisprudencia penal y constitucional colombiana. La violencia contra las mujeres no es un asunto privado: es una responsabilidad pública, y cuando el Estado omite su deber de proteger, prevenir, investigar y sancionar, también debe responder por ello.

Mónica Tinjacá Amaya – abogada feminista, integrante del Comité Colombiano de Solidaridad con Palestina.

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